UN MUNDO NUEVO




Llevar recluidos tanto tiempo  y viendo el que nos espera, nos lleva a pensar cada vez con más ansiedad, qué vamos a hacer cuando podamos recobrar nuestra normalidad. La primera duda que  surge es ¿qué normalidad? Porque lo que nos viene a la cabeza con toda la fuerza del mundo es, pasear, tomar copas con los amigos, ir a restaurantes para cumplir las celebraciones pendientes, la primera, nuestra vuelta a la cotidianidad perdida. Pero ¿nos volveremos a encontrar las cosas cómo las dejamos, después de meses de duro encierro?
Es lógico pensar que nos tropezaremos con profundos cambios y que las cosas no van a ser como antes. Lo que nos era cotidiano es muy probable que deje de serlo, porque nuestras relaciones habituales están vinculadas a pequeñas empresas,  tabernas, bares, restaurantes, tiendas, librerías… que después del parón que han tenido, no sabemos si podrán volver a levantar la persiana de sus negocios, con la consecuencia trágica de un paro demoledor. La escabechina va a ser importante.
De este largo confinamiento hemos aprendido algunas cosas. Una es que la extrema derecha es gente mala que en una situación como la que atravesamos pretenden añadir confusión por medio de bulos, mentiras y noticias falsas  en un intento enloquecido de acabar con el Gobierno en un momento como éste. Ya sabíamos de sus andanzas pero no sospechábamos, yo al menos, tanta maldad con el ánimo de destruir, porque no se conoce ni una propuesta que vaya en la línea de luchar contra la pandemia.
 También muchos han descubierto con asombro el trabajo que llevan a cabo los sanitarios. Pero siempre han estado ahí haciendo lo mismo, curando nuestros males y salvando vidas y lo hemos visto como una cosa normal que forma parte de nuestra cotidianidad. No olvidemos que incluso han sido agredidos por parte de pacientes y familiares.  Ahora  hacen lo mismo pero en peores condiciones, con más urgencia,  con más aglomeración, lo hacen arriesgando  sus vidas y prestando consuelo en situaciones muy duras. Se han convertido por méritos propios en los depositadores de nuestras esperanzas para sobrevivir a esta situación.
Otra cosa que hemos advertido es la ventaja de tener una sanidad pública y universal. Hemos asistido al afán de la derecha de convertir en negocios privados para amiguetes  un servicio público que era la joya de la corona.  Hemos presenciado con asombro  que mientras en los hospitales públicos escaseaba la mano de obra para atender  la avalancha de pacientes que provocaba la pandemia, los centros privados declaraban ERTES para despedir al personal. Lo primero el negocio, después la salud. Son enseñanzas que no se deben olvidar.
 Como consecuencia,  hay que exigir con firmeza  que  los centros en los que se ha privatizado la gestión, reducido plantilla y ahorrado costes para ganar más dinero, vuelvan a ser gestionados por el sector público, el único que ha demostrado ser eficaz en una situación límite como la que padecemos. Ya lo hicieron en la Comunidad Valenciana, por cierto una de las que mejor está gestionando la crisis, sin publicidad ni alharacas.
La primera enseñanza que se saca de esta situación extrema e inédita es la necesidad imperiosa de un Estado fuerte que lidere la crisis de la pandemia y tire de la economía para ponerla en marcha. Hay que recordarle a la derecha que el Estado somos todos, ellos también, aunque piensen que son gente aparte y en su mundo solo entren ellos. Ahora o nos salvamos todos o el desastre también les afectará. Por tanto harían bien en arrimar el hombro para conseguir el bien común. Esto no va de resultados electorales inmediatos, esto va más lejos y es más profundo.  Es una cuestión de Estado. Su torpeza, miopía política y sectarismo extremo nos pueden provocar daños irreparables.
  Decía Joseph Stiglitz que los mercados por si solos no pueden manejar esta crisis. Es cierto, esta pandemia ha mostrado las miserias del sistema y allí dónde el sector público sea más débil será mayor el esfuerzo que tendrá que hacer el Estado para sacar adelante el país. Ya pasó en la Gran Recesión del 2008, dónde el dinero público (el de todos) tuvo que  acudir al rescate de los Bancos que en la persecución desbocada de sus propios intereses condujeron al mayor desastre financiero en 75 años. Los líderes de entonces con Sarkozy a la cabeza, dijeron que había que refundar el capitalismo, para que no volviera a pasar lo mismo otra vez. Ahora estamos en una situación que es mucho más grave que la del 2008. Entonces en vez de cambiar el sistema se utilizó al Estado (todos nosotros) sólo como motor de arranque de la economía, una vez en marcha todo, los ganadores de siempre mejoraron su situación y para los perdedores de siempre fue, es, mucho peor. El resultado ha sido una profundización de la desigualdad. Efectivamente el capitalismo se refundó para que aumentaran sus beneficios unos pocos  y provocar mayor pobreza en el resto.
Ahora nos enfrentaremos a una situación parecida, pero con una diferencia importante, las entidades financieras no han sido responsables de esta catástrofe y por tanto el Estado no tiene que acudir en su auxilio, ahora es toda la economía la que se ha parado en seco. Volverla a poner en marcha  depende casi en exclusividad de los poderes públicos en una tarea principal, ayudar directamente a la sociedad. Esta vez sin la intermediación tramposa de la banca. Cuánto echamos de menos ahora una banca pública potente.
El reto es si se volverá a repetir la salida desigual de la crisis anterior o se aprovechara el viento a favor para consolidar un poder público fuerte y permanente. Las condiciones no pueden ser mejores. Una vez en marcha, su consolidación depende de la modificación y derogación de las leyes de la derecha que produjeron la intolerable desigualdad que padecemos. Dentro de las penosas condiciones en las que vivimos nuestra cotidianidad asoma un hilo de esperanza en que nuestro sacrificio sirva para algo útil. Hagamos la apuesta, ¿qué podemos perder?





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