La carrera política
Para ejercer la política como cargo público no se exige titulación
alguna, ni tener un currículo académico, ni un estudio psicotécnico, ni tan
siquiera un test de idoneidad. La designación para ocupar un cargo público o
figurar en una lista electoral se rige por otros parámetros que deberían ser,
fundamentalmente, la firmeza de las ideas políticas que se tienen que defender,
la trayectoria que se ha tenido de trabajo político en instancias ciudadanas,
la valoración que se tiene por parte de la sociedad y contar con la preparación
y los conocimientos necesarios para llevar a cabo su tarea.
Pero esto no es así, o no es siempre así. Ocupar un cargo de
responsabilidad política se ha convertido para muchos en un objetivo que hay
que alcanzar como sea. Y es aquí donde empieza la perversión de la política,
donde se producen las luchas internas por hacerse con el poder, donde se
conquistan voluntades, donde se pliegan los principios que pueden resultar
molestos. Se prioriza el bulo que ataca al rival frente al análisis y la
propuesta, la fidelidad al líder frente a la capacidad política, el dirigismo
frente a la democracia y a la libertad de ideas. Todo esto produce el
distanciamiento de los problemas de la gente y
desemboca en que el objetivo de alcanzar el poder se convierta en el fin
último y no en lo que debería ser, un instrumento para mejorar la sociedad. Con
frecuencia se olvida que los partidos políticos deben servir para canalizar las
inquietudes ciudadanas y que son
“instrumento fundamental para la participación política” (Art. 6 de la
Constitución).
Aunque esta manera de funcionar ha sido siempre más o menos así,
es ahora cuando la necesidad acuciante de buscar soluciones para resolver el
gravísimo conflicto en que nos encontramos deja al descubierto las vergüenzas
de su comportamiento.
Esto, que afecta a todos los partidos, es especialmente grave para
los de la izquierda. La derecha la mueve, como siempre, el poder económico, que ejerce presión para
que le garantice la defensa de sus intereses. La prueba la tenemos en los
efectos que han producido en la sociedad. Han empobrecido a amplias capas
sociales mientras que han enriquecido y protegido a la minoría que detenta ese
poder económico. Esa es la conclusión a la que llega el Informe de la Desigualdad en España que ha elaborado recientemente
la Fundación Alternativas.
En estas circunstancias la desesperación de la ciudadanía con los
partidos políticos es comprensible, aunque la generalización sea injusta. Lo
cierto es que los estudios demoscópicos señalan de forma reiterada la opinión
de la sociedad de que los partidos no
cumplen con su misión y han llegado a convertirse en el segundo mayor problema,
después de la economía. Esto es gravísimo en un sistema democrático.
Se impone, por tanto, una reflexión profunda que han de hacer los
responsables de los partidos para reconducir esa desafección, lo que no se
puede llevar a término si no se hace partícipe a la sociedad y si no se está
dispuesto a introducir cambios profundos que modifiquen sustancialmente su
funcionamiento, porque lo que los ciudadanos están reclamando es que quieren
verse representados por personas cuya prioridad sea hacer frente al poder
económico que les está machacando sin piedad.
Abrir los partidos a la sociedad es una necesidad urgente que
requiere osadía, firmeza, romper con clichés deformados, poner en práctica
nuevas formas de relacionarse que hagan más efectiva la participación ciudadana
y olvidarse de algunas “razones de Estado” que la razón del común no entiende.
O se hace así o los ciudadanos buscarán otras alternativas en aventureros
populistas que conducen al desastre. La solución urge porque la ciudadanía está
llegando a límites de sufrimiento que no imaginaba que pudiera soportar.
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